viernes, 14 de marzo de 2014

Contenido neto


Esta mañana me desperté con mucha dificultad y desgano, con un frío que calaba hasta los huesos, y con una sensación de vacío (y no era hambre).

En Transmilenio, vi a una señora que miró a otra. Sin conocerse, le sonrió. Una sonrisa sin explicación, imprevista, pero sincera y genuina. Eso no se ve todos los días.

Caminando luego a mi trabajo, entre el frío intenso, el ruido capitalino, y la gente que tenía prisa para llegar a algún lado y a ningún lado a la vez, levanté la vista y miré el cielo. Totalmente nublado, gris. Como la acera, como los edificios, como el humo de los carros, como los trajes y vestidos, como la suela de los zapatos, como la gente. Gris.

Y, de repente, un pensamiento se alojó en mi cabeza. Aunque el sol no se deje ver, ahí está. A veces los labios ocultan la sonrisa. Las lágrimas difuminan ese brillo en los ojos. Pero ahí está. Por un propósito, como todo lo tiene.

A veces tienes que estar en lo más frío, en lo más gris, en lo más oscuro, en lo más monótono, en lo más solo y desamparado, para descubrir el verdadero calor, la llama en tu interior, esa que puede de repente hacerte sonreír desde adentro, desde el alma. Esa llama de vida que se resiste a ser apagada. Esa llama de vida que ha de ser contagiada, y compartida.

Te descubres a ti mismo, quién eres, con virtudes y defectos. Tu propósito. Aprendes a cumplir, a ser responsable, a dar ejemplo. Aprendes a fallar, a fracasar, a ser señalado. Aprendes a llorar, a pedir perdón, aun siendo demasiado tarde. Aprendes a perdonarte a ti mismo. Aprendes a recoger los pedazos, levantarte, y seguir. Seguir, seguir hacia adelante, porque se te han dado piernas, y un camino. Aprendes. Creces. Y brillas. Cada día con más fuerza.

Pues como dijo alguien (que no fue Diomedes): "Vale más poder brillar que sólo buscar ver el Sol".

[Originalmente del 09.01.2014]

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